"DE LA CALLE A LA ESCUELA: UNA CONEXIÓN VITAL.
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Otra vez un ejercicio de lectura atenta y comentarios cara a cara: inteligentes, creativos.
REVISTA ALÓ - EL TIEMPO.COM
Luis Fernando Montoya: 'Yo confieso'
La cárcel siempre va por
dentro. Es una cárcel la pobreza, es una cárcel -más injusta y ardiente- la
riqueza; la fealdad es una cárcel, pero la hermosura es otra.
La ignorancia es una
cárcel, pero la sabiduría es otra; es una cárcel ser insignificante, ser
ultradistinguido es otra; ser solitario es una cárcel, pero estar acompañado es
otra; creer en Dios es una cárcel, pero no creer en nada es otra; estar preso
es una cárcel, pero estar libre es otra...
¿Cómo se nace en Pereira, se es famoso en Bogotá y se termina en una cárcel en
Miami?
“El hombre llegó a las 7 de la noche con el paquete.
Era casi un kilo. Yo creía que cuando uno se metía en semejantes vueltas le
daban un mejor tratamiento.
Pero no. Él puso encima de la mesa el paquete, me explicó el procedimiento, y
se fue a ver televisión. Y ahí estaba yo, Luis Fernando Montoya, el actor de
tantas telenovelas, el famoso, Bolívar nada menos, solo, sentado en un cuarto
de hotel, frente a 950 gramos de droga, con el reto y el compromiso de tragármela.
“No sentí miedo. Tantos meses de hambre, tantas mañanas sin desayuno,
viviendo en Bogotá en un cuartico en la casa de una señora, arreglándome todas
las mañanas con unos vestidos desgastados que ya no metían caña. Yo estaba
estigmatizado: la televisión, que una vez me subió al cielo, ahora me condenaba
al olvido.
Yo, como tantos colegas míos, era un deshecho de la generación del hippismo, el
resultado del existencialismo... Yo, el pupilo del TPB, ahora estaba solo y
tenía que tragarme esas bolsas. Se me había castigado mucho: los mismos que
compartieron conmigo tantas noches de bohemia, incluso me llevaron a ellas, me
habían dado la espalda.
Y no bastó el haberme distanciado del abismo: estuve en Nueva York del 96 al
98, y allí protagonicé cuatro montajes. Regresé para hacer casting de la
película Yo soy Bolívar, guión que yo tenía en mis manos hacía dos años. Pero
las cosas no salieron. Lo que pasa es que hay rumberos que ganan y hay rumberos
que pierden.
“Yo quería que todo pasara rápido. Por eso, cuando me
propusieron el cruce, no lo pensé dos veces. Si lo pensaba demasiado podría
venir el arrepentimiento.
Me dijeron que no era tan fácil, pero los presioné para organizar el viaje en
quince días, porque sabía que era más difícil seguir la vida sin tener con qué
comprarles un helado a mis hijas. Empecé a tragármelas una a una, no eran tan
pequeñas como la gente piensa –del tamaño del dedo meñique- –; eran como 40,
pero los nervios me hicieron ver dos mil”.
Luis Fernando Montoya
nació en Pereira hace 44 años. Su vida nunca fue fácil. Se vino para Bogotá
siendo muy joven, porque quería convertirse en una promesa de la actuación.
Después de muchas penurias e innumerables quehaceres, vivió en la buhardilla
del TPB.
Leyó todos los libros que llegaron a sus manos y, para su propia sorpresa,
tenía un talento inusitado. Fue el actor. Después llegó la televisión, y con
ella el infierno. El hijo de Pereira estaba destinado al estrellato.
Súbitamente vinieron los autógrafos, las entrevistas, las carátulas de
revistas, el reconocimiento a ese poder histriónico.
Curiosamente, los dos actores que como hermanos lo acompañaron en ese fulgor,
ya están muertos: Jorge Emilio Salazar y Diego Álvarez.
“Cada dedito de esos se traga con gelatina. Los
primeros se vomitan, pero hasta a eso uno se acostumbra. Hay que tener el
estómago vacío, pero eso es mejor que estar lleno de miedo.
Tardé tres horas en tragarme esas bolsas; a otros les toma más de ocho. Y, además,
me metí el doble de la cantidad que llevan normalmente.
Eso no habla bien de mí en el sentido legal de la palabra, pero tal vez hable
bien de mi desesperada necesidad de tener algo más que amor para ofrecerles a
mis hijas. Seguramente por eso lo hacen todos. Es fácil suponer que esa noche
no dormí bien. A las tres de la mañana del domingo 27 de mayo el hombre de las
bolsas apagó el televisor. Mi maleta estaba lista: dos camisas Polo y dos
pantalones dkdlpo. A las cinco de la mañana nos recogió el
taxi.
Pensé: ‘no hay camino de regreso. El viaje al aeropuerto de un tipo que lleva
su estómago lleno no es muy placentero’. Yo no iba hacia Miami. Yo iba a la
cárcel o a la liberación de mi pobreza. Por eso era necesario borrar de mi
mente la idea de morir, de pensar en que se reventaran esas bolsas”.
Jorge Emilio y Diego ya
estaban muertos. Su asombroso talento sólo les había servido para morir.
Quedaba Luis Fernando. Pero si en ese viaje se hubieran reventado esas bolsas,
entonces se habría completado una historia.
El fin de una generación. Ahora él tiene hoy una certeza: que la televisión en
Colombia es como un pequeño Hollywood, igual de cruel pero con menos plata. Lo
ensalzaron, lo subieron, le pagaron, y él no estaba preparado para tanta dicha,
y se dejó arrastrar por el anzuelo.
Vino el delirio, la rumba atropellada y la estocada final: confundir el arte
con la plata, la plata con la felicidad, la felicidad con la popularidad, y la
popularidad con el amor. Lo que ayer era deseado hoy era incómodo.
Luis Fernando ya no era espectáculo. Tuvo su carro, su apartamento, su cuenta
bancaria, la vida casi realizada. Pero luego de un tránsito por el delirio, se
despertó sin nada y con un estigma a sus espaldas del que no pudo liberarse: no
tenía para los buses y caminaba como un loco por todo Bogotá, de programadora
en programadora, de ex amigo en ex amigo, tratando de encontrar el fantasma de
su perdida grandeza.
“Cuando uno va cargado, las manos son lo peor. Uno les
da la orden a las piernas para que no tiemblen y a los ojos para que no se
asusten y a la voz para que no dubite. Pero nadie les puede dar la orden a las
manos para que no suden. Yo siempre pensé que la actuación estaba de mi parte
en todos los trances. Pero como actor también sé que no es tan fácil mentir.
Y en ese aeropuerto, por primera vez, me sentí incómodo con mi papel. Era
increíble, la gente me recordaba, se me acercaba, me pedía autógrafos... y yo
cargado. Era una mula famosa”.
Luis Fernando había
pasado todas las requisas en Eldorado y seguía siendo famoso; 17 horas después
iba a ser más famoso, pero con la fama al revés.
Hace exactamente un año, Luis Fernando pesaba unos 60 kilos y era algo menos
que talla 30. La fotografía que le hicieron las autoridades en Miami es la de
un huérfano melancólico, la de un náufrago, la de un latinoamericano más que
frente a la falta de posibilidades se enrumba por el más fatal de los caminos.
Si no hubiera sido un actor, apenas formaría parte de la anónima y muy grande
galería de pobres diablos que cotidianamente fotografía la DEA.
“Me tomé cuatro tragos en el avión. No es cierto que
una mula no pueda comer o beber. Lo que de verdad delata es algo más profundo:
la conciencia. Visité el baño tres veces, me miraba en el espejo con cierta
extrañeza. No me sentía del todo bien y me veía un poco pálido. Pero hablé,
reí, hablé tres horas. Miami, la ciudad soñada por muchos, es para mí el
recuerdo de una agonía.
El aterrizaje del avión, el sonido de mis pasos atravesando el pasillo que
conduce a inmigración, la risa de los turistas primíparos que llegaban a
Miami... Todo eso me parece irreal, pero estaba a punto de encontrarme con la
realidad.
Me di cuenta de que realidad y pesadilla eran lo mismo, cuando estaba parado en
la ventanilla de inmigración. El funcionario abrió mi pasaporte, lento...
lento. El tiempo se había detenido en aquella escena intolerable”.
A los Estados Unidos
entran diariamente, según cálculos que ninguna estadística puede comprobar,
unos 60 “viajeros”. De esos 60, según cifras que sólo sirven para los
desdichados, caen unos tres diarios.
Luis Fernando se sumó a la lista oficial cuando el funcionario, luego de
revisar el pasaporte, le preguntó si él era realmente Luis Fernando Montoya. De
inmediato fue conducido a una pequeña oficina, donde moriría toda posibilidad
de escape. Una mente sagaz creería que lo estaban esperando.
“Es imposible que haya un domingo peor. Desde las once
de la mañana hasta las ocho de la noche me interrogaron, me asustaron, no
fueron agresivos pero acudieron a muchas herramientas para que yo confesara.
Y lo entiendo, es su oficio. Pero yo fui casi cínico, quizás porque de manera
infantil aún abrigaba la esperanza de que me soltaran como a un adolescente
retenido por falta de papeles. Y lo negué todo hasta el final.
Me insistieron una y otra vez en el examen de Rayos X: es voluntario y yo me
negué, pedí un abogado, juré no tener nada en mi estómago y, jugándome los
últimos cartuchos, hasta les dije que tenían que dejarme libre o que, de lo
contrario, los demandaría.
“Pero cuando uno lleva algo adentro, tarde o temprano
tiene que expulsarlo. A las ocho de la noche el policía me aclaró que yo
solamente había dejado dos caminos y ninguno era el de la libertad: podía ser
un preso si confesaba o un muerto si seguía negándolo todo, pues se me
reventarían las bolsas.
Entonces acepté mis culpas y mi irremediable verdad: que ya no tenía salida. La
palabra laxante nunca me había parecido tan diabólica. El problema ya no era
policivo sino de salud. Me trasladaron a un sitio raro, donde nadie quisiera
ir, una especie de baño gigantesco, con unos inodoros altos y transparentes,
siempre vigilados, y donde van a terminar las torpes ilusiones de los chicanos,
los jamaiquinos, los ecuatorianos, los peruanos, los colombianos... y todos los
que tragamos el cuento de que un viajecito de estos puede torcerle el cuello a
la miseria.
Duré sentado en ese inodoro desde las nueve de la noche hasta las seis de la
mañana”.
Después de permanecer
ocho meses en la cárcel federal, una mole ubicada en el centro de Miami, lugar
de paso de todos aquellos que esperan y temen su sentencia, un infierno que
reemplaza al sol por la insoportable luz de unos bombillos acusatorios que no
se apagan nunca, Luis Fernando Montoya fue sentenciado en noviembre del año
pasado a cuatro años de cárcel.
Contó con la suerte de ser asistido por un abogado de oficio diestro y, lo que
es más importante, con enormes deseos de impartir verdadera justicia. Lo
trasladaron entonces a la cárcel XYZ, ubicada en xyz, una cárcel “cinco
estrellas”, lo que quiere decir una cárcel sin los ultrajes que la imaginación
del cine expone.
Cárcel limpia, humana dentro de las posibilidades, donde no se ve la rapiña de
las vendettas y la sangre de otros presidios, apetecida por todos los presos.
Mejor dicho, un sitio casi perfecto si no fuera porque le falta lo más
precioso: la libertad.
Allí encontré a Luis Fernando Montoya, más parecido que nunca a su “hermano
gemelo”, Robert de Niro, diez kilos más gordo, con barba cerrada y pelo casi
rapado. Y era un Luis Fernando nuevo, mejor, renacido, pero sin libertad.
Apareció en la sala de visitas, con mesas parecidas a las de una pollería,
vestido con el uniforme caqui de los presos. Fue conducido hasta el pequeño
cuarto de donde no podía moverse hasta terminar la sesión fotográfica.
Y entonces me pregunté si Luis Fernando, ahora preso, es libre, o si el último
Luis Fernando que vi en Bogotá hará unos quince meses, libre, estaba preso.
Esta era la tercera
visita que recibía en un año: la primera fue la de Juan Carlos Riascos y la
segunda la de otro medio de comunicación.
Las demás, las de sus hijas, han sido por carta, porque la distancia y la
ausencia de dinero no han facilitado las cosas. Y es entonces cuando se
entiende el significado de esas cartas que, se queja Luis Fernando, no ha
recibido sino de unos cuantos; las de varios de sus amigos aún no llegan.
“No tengo ilusiones, y por lo tanto vivo sin
tormentos. Estoy vivo, no me venció nadie, no perdí la razón, estoy sano. Esta experiencia
es muy fuerte, uno cree que se va a derrumbar, pero hay una conexión, aquí te
comunicas con el otro... está presente la realidad de un continente”.
Me habló, entonces, de una riqueza que antes él mismo no
sospechaba. La riqueza de los personajes y las historias inimaginables de esa
flotilla ilusoria de los que se van hacia el norte pero sólo encuentran el sur.
Ha construido otra realidad, un solo universo que excluye todo aquello que
sucede detrás de los muros. Tiene la conciencia de que conectarse con el mundo
exterior es la peor condena de un preso, la pena que se traduce en “asfixia”,
término que usan los presos para referirse a la nostalgia por el mundo
exterior.
Pero también sabe que en Bogotá estaba más cerca de la muerte.
“La cárcel me aseguró más años de vida, y el cuerpo lo
agradece. Y uno hace la terapia, es como si uno hubiera nacido acá. Pero sé que
la cárcel es un estigma social. Se convierte uno en un relegado del sistema que
ha roto las reglas.
Se pierde el valor y viene el peor de los juicios: el moral. Y sufro por eso,
pero no por mí mismo sino por mis hijas, porque esto les haga un daño
irreparable, por lo que les digan en el colegio, sus amigos, la gente, por lo
que piensen.
Me duele el alma de pensar que lo que hice les produzca tanto daño…”
No es una cárcel
infernal. No es una cárcel estatal (para asesinos), es una cárcel federal para
los delincuentes de cuello blanco. Luis Fernando duerme en un camarote que
comparte con dos presos más.
Y dentro de la celda, las normas son estrictas: respeto y pulcritud. A las 5 y
30 de la mañana todo debe estar perfecto, de lo contrario, hasta una arruga en
la camisa podría costarle ‘el hueco’ (celda de castigo donde no llega el sol).
Y aunque en Bogotá se despertara cuando le venía en gana y durmiera cuando no
le venía en gana, debe formarse como un pequeño militar frente a su celda para
el primer conteo del día.
Luego viene una rutina que se repite siempre igual y que no deja espacio para
pensar: hacer ejercicio, visitar el médico, dictar clases de español, tomar
cursos de inglés, asistir al programa para drogadictos, y un etcétera enorme.
“Dicen que los presos cuentan los días, pero eso no es
cierto, al menos en mi caso. Los días pasan muy rápidamente, pero cuando los
vuelves meses, son insoportablemente lentos, porque el tiempo de la cárcel es
un tiempo distinto, más reposado, sin prisa, y sólo hay un universo posible, el
de adentro, donde no existe el dinero, ni la sociedad de consumo, ni el sentido
de la cotidianidad; donde el ejercicio y la comida, exquisita y abundante, se
convierten en protagonistas de la rutina.
Me dieron 57 meses, y todavía me faltan 39”.
Volví y me dije ‘Luis
Fernando está libre porque está preso, antes estaba preso porque estaba libre’.
¿Cuál es la diferencia? ¿Cuál es el verdadero Luis Fernando?
Yo apostaría por este nuevo Luis Fernando. El que reflexiona, al que le da
“asfixia” cuando piensa y pide que sus hijas no se traumaticen, el que se cura
para evitar la doble condena de la prisión y el mundo exterior, el que supo
tarde que este viaje no es un buen negocio, el que dice cosas dignas de una
persona en libertad.
“Cuando esté afuera quiero enamorarme 20 veces y una
más, viajar, tener dinero, estar con mis hijas y no tener que interpretar el
mismo personaje toda la vida”.
Y ahí estaba Montoya,
supongo que el mejor, el que aunó todas las experiencias, el que sabe lo que
cualquier hombre debería saber sobre la Tierra: que el amor y el deseo no son
lo mismo, y que hasta en este infierno, donde está vetado cualquier contacto
sexual, uno quiere enamorarse.
‘No pienso en el sexo,
pero sí en el amor’.
Por Olga Sanmartín
Fotos de Christian Zitzmann
Preguntas: ¿Qué te llamó la atención de esta entrevista? En la forma, en el contenido. ¿Por que? Piensa en las palabras claves de esta entrevista y hablemos sobre ellas.
“He deseado meterme en el agua,
bañarme ante ti para que vieras surgir mi belleza a través de una túnica de
lino transparente, impregnada de esencias perfumadas y mi cabellera coronada de
juncos”.
¿Qué te ha producido este escrito antiguo? ¿Piensas que hay alguna relación entre el amor antiguo y el moderno? ¿El amor moderno es en verdad moderno o es amor? ¿Por qué?
¿Relacionas este último escrito con alguna palabra clave de las que escogiste en el anterior texto?
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