Cuaderno # 7:  3 de Mayo 2002

 

 

DOCUMENTO DEL PROYECTO

 

"DE LA CALLE A LA ESCUELA:  UNA CONEXIÓN VITAL.

  Un Programa para pensar el

uso de la Internet en la educación formal y no formal" 2002-2005 coordinado por la "Fundación Raíces Mágicas", Colombia

 

 

 

 

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Hola:

 

 

Este sábado vamos a trabajar así: vamos a leer, vamos a comentar lo leído, vamos a planear una salida a partir de una lectura, vamos a caminar y por último vamos a escribir. 

 

Venimos de buscar los objetos y vamos a seguir buscando esos objetos claves. Ese ejercicio es una herramienta clave para encontrarnos con las historias de la ciudad, para hacer eso que desde el sábado pasado hemos llamado CIUDADESCRITA y que constituye el grupo de historias urbanas de Ocaña.  Es necesario comentar que los ejercicios no los han desarrollado en profundidad y en estas semanas vamos a tratar de meternos en esos escritos.  ¿Cómo?  Pienso que hay que estar muy atentos en lo que vamos a hacer, leer, ver.  La concentración no significa estar paralizados(as) sino al contrario despierto(a); permitir que todas estas experiencias de ver y leer fluyan tranquilamente en nuestros sentidos, dejarnos llevar por el río, pero sin ahogarnos.  Luego, el ejercicio de la escritura es parte de ese dejarse llevar sin ahogarse.

 

Bien, como primera parte de este ejercicio mañanero vamos a leer de manera individual este texto de una escritora norteamericana llamada Joyce Carol Oates.  En ese texto creo que están dichas cosas muy importantes sobre el arte de escribir.

 

 

JOYCE CAROL OATES

Correr tras la palabra justa

 

LA NARRADORA ESTADOUNIDENSE CUENTA POR QUÉ CALLEJONES, PARQUES Y LARGAS CAMINATAS SON PAISAJES QUE ASOCIA CON MOMENTOS DE INSPIRACION Y EXPLICA QUE LOS LIBROS SE ESCRIBEN CON TODO EL CUERPO.

 

 

Para una mente literaria más vigorosa, movamos los pies literarios. ¡Correr! Si hay alguna actividad más feliz, más divertida, que alimente más mi imaginación, no se me ocurre cuál podría ser. Al correr, la mente vuela con el cuerpo; el misterioso florecimiento del lenguaje parece latir en el cerebro, al ritmo de nuestros pies y el balanceo de nuestros brazos. En principio, el corredor que es escritor corre por los paisajes rurales y urbanos de su ficción, como un fantasma en un ámbito real.

 

Tiene que haber algo análogo entre correr y soñar. La mente soñadora en general es incorpórea, tiene poderes peculiares de locomoción y, en base a mi experiencia al menos, en general corre, se desliza o "vuela" por la tierra o en el aire. (Descartando la teoría obtusa y limitada de que los sueños son meramente compensatorios: volamos en sueños porque en la vida nos arrastramos, apenas; somos mucho más grandes que los demás en sueños porque en la vida los otros son más grandes que nosotros.) Es posible que estas mágicas proezas de locomoción sean restos atávicos, la memoria alucinatoria de un ancestro distante para el cual el ser físico, cargado de adrenalina en situaciones de emergencia, no se distinguía del espiritual o el intelectual. Al correr, da la sensación de que el "espíritu" invade el cuerpo; así como los músicos sienten el fenómeno sobrenatural de la memoria entretejida en sus dedos, el co rredor parece experimentar en los pies, los pulmones, el pulso cardíaco acelerado, una extensión del yo capaz de imaginar.

 

Los problemas estructurales que se me presentan al escribir una mañana de trabajo larga, enmarañada, frustrante y a veces desesperante, en general puedo desenmarañarlos corriendo a la tarde.

 

Los días que no puedo correr, no me siento "yo" y sea de quien sea el "yo" que siento, no me gusta en absoluto tanto como el otro. Y la escritura sigue siendo enmarañada pese a las interminables correcciones.

 

Los escritores y los poetas son famosos por su afán de estar en movimiento. Si no corriendo, trotando; si no trotando, caminando. (Todos los corredores sabemos que caminar, aun rápido, es la opción insatisfactoria a la que recurrimos cuando nuestras rodillas flaquean. Pero al menos es una opción.) Es evidente que los poetas románticos ingleses se inspiraban en sus largas caminatas sin importar el clima: Wordworth y Coleridge en el idílico Lake District, por ejemplo; Shelley ("Sigo avanzando hasta que me detengan y nunca me detienen") durante sus cuatro intensos años en Italia. Los trascendentalistas de Nueva Inglaterra, especialmente Henry David Thoreau, eran incansables caminantes; Thoreau se jactaba de haber "viajado mucho por Concord" y en su elocuente ensayo Walking reconoció que debía pasar más de cuatro horas diarias afuera, en movimiento; de lo contrario se sentía "como si tuviera algún pecado para expiar".

 

Mi prosa favorita sobre el tema es Night Walks que Charles Dickens escribió unos años después de haber sufrido un insomnio extremo que lo impulsaba a recorrer las calles de Londres de noche. Escrito con la brillantez habitual de Dickens, este relato perturbador parece insinuar más de lo que revelan sus palabras. Dickens asocia su terrible inquietud nocturna con lo que llama "haber perdido el hogar": una compulsión a caminar, caminar y caminar en la oscuridad y bajo la lluvia. (Fue Dickens, tan mal interpretado como creador de cuentos populares y compasivos, quien con más fuerza supo captar el romanticismo de la desolación, el éxtasis de la locura cercana.) No sorprende que Walt Whitman haya recorrido distancias impresionantes, puesto que en sus poemas ligeramente jadeantes y mágicos puede sentirse el latido del caminante. Pero sí puede resultar sorprendente saber que también a Henry James, cuyo estilo de prosa se parece más a las intrincadas y melindrosas vueltas del crochet que a la fluidez del movimiento, le gustaba caminar kilómetros y kilómetros por Londres.o también caminé (y corrí) kilómetros y kilómetros por Londres hace años. Gran parte en Hyde Park. Sin importar el tiempo. Durante un año sabático que pasé con mi marido, profesor de inglés, viviendo en una esquina de Mayfair que daba al Speakers Corner, sentía tanta nostalgia de Estados Unidos, y de Detroit, que corría compulsivamente, no como respiro por la intensidad de escribir sino como una función de la escritura.

 

Mientras corría, corría en Detroit, viendo los parques y las calles, las avenidas y las autopistas de la ciudad con una claridad tan vívida que no tenía más que transcribirlos al volver a nuestro departamento, recreando Detroit en mi novela Do With Me What You Will con tanta fidelidad como había recreado Detroit en Them cuando vivía allí.

 

¡Qué experiencia curiosa! Creo que sin esas salidas para correr, no habría podido escribir la novela; y sin embargo, pienso, qué perverso es estar viviendo en una de las ciudades más bellas del mundo, Londres, y soñar con una de las ciudades más problemáticas del mundo, Detroit. Pero, naturalmente, como nadie todavía lo ha señalado, los escritores son locos.

 

Cada uno en su estilo inimitable -nos gusta creer.

 

Tanto correr como escribir son actividades sumamente adictivas; ambas están, para mí, inextricablemente ligadas a la conciencia. No me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin correr y no me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin escribir.

 

(Antes de aprender a escribir lo que podrían llamarse palabras humanas en idioma inglés, emulaba con entusiasmo la escritura de los adultos con garabatos hechos en lápiz. Mis primeras "novelas" -que mis cariñosos padres han de guardar, me temo, todavía en un baúl o un cajón de nuestra vieja granja de Millersport, N.Y.- eran garabatos que intentaban ser dibujos de gallinas, caballos y gatos parados. Pues todavía no había dominado la forma humana más compleja, del mismo modo que estaba a años de dominar la psicología humana).

 

Mis primeros recuerdos al aire libre tienen que ver con la especial soledad de correr o caminar en nuestros huertos de peras y manzanas, en campos de maíz agitado por el viento sobre mi cabeza, siguiendo las huellas de los granjeros y en los riscos más arriba de Tonawanda Creek.

 

Durante mi infancia caminé, vagabundeé, exploré incansablemente el campo; las granjas vecinas, un tesoro de viejos graneros, casas abandonadas y posesiones prohibidas de todo tipo, algunas supuestamente peligrosas, como tanques y pozos cubiertos con tablones sueltos.

 

Estas actividades están íntimamente ligadas al relato, pues en esos ámbitos siempre hay un yo fantasma, un yo "ficticio". Por esa razón, creo que toda forma de arte es una especie de exploración y transgresión. (No vi un solo cartel de "No pasar" que no actuara como una orden pa ra mi sangre rebelde. Habría dado lo mismo que esos carteles, debidamente colocados en árboles y en cercos, dijeran "¡Entre ya mismo!".) Escribir es invadir el espacio de otro, aunque sólo sea para memorizarlo. Escribir es provocar la censura enfadada de quienes no escriben o que no escriben como nosotros y pueden vernos como una amenaza. El arte es por naturaleza un acto transgresor, y los artistas deben aceptar ser castigados por él. Cuanto más original y desestabilizador es su arte, más devastador es el castigo.

 

Si escribir implica un castigo, al menos para algunos de nosotros, el acto de correr aun en la madurez puede evocar recuerdos dolorosos de haber sido, hace mucho, como chicos perseguidos por alguien que los atormentaba. (¿Existe algún adulto que no tenga esos recuerdos? ¿Existe alguna mujer adulta que no haya sido incomodada, acosada o amenazada sexualmente de una u otra manera?) ¡Esa precipitación de adrenalina, como una inyección en el corazón! Fui a una escuela de campo con una sola aula, donde ocho grados muy dispares aprendían con una sola maestra desbordada de trabajo. Sencillamente no había más remedio que soportar las provocaciones, los puñetazos, los empujones, los gritos, las patadas y el abuso verbal que rodeaban el relativo santuario de la escuela pues en esos tiempos no existían leyes que protegieran contra semejante maltrato. Era una época de laissez-faire en la que un hombre podía pegarles violentamente a su mujer y sus hijos y la policía rara vez intervenía salvo en casos de lesiones graves o muerte.

 

Muchas veces, cuando corro en los paisajes más idílicos, recuerdo mi forma de correr infantil llena de pánico de hace décadas. Fui de esas chicas desafortunadas sin hermanas o hermanos mayores que me protegieran de la crueldad sistemática de los compañeros de clase más grandes, siendo así juego limpio. No creo que me individualizaran (porque mis notas eran altas, por ejemplo) y años más tarde constaté que ese maltrato es genérico, no personal. Debe difundirse a través de la especie; nos permite penetrar en las experiencias de los demás, nos da una idea de cómo deben ser realmente un pánico, un sometimiento, un sufrimiento y una desesperación más duraderos. El abuso sexual nos parece el tipo de abuso más repelente, y ciertamente el abuso que alimenta una amnesia paliativa.

 

Más allá de las líneas de las palabras impresas en mis libros están los ambientes donde los libros fueron imaginados y sin los cuales los libros no podrían existir. A veces, en 1985 por ejemplo, corriendo a orillas del río Delaware al sur de Yardley, Pa., alcé la mirada y vi las ruinas de un puente de ferrocarril y experimenté en un instante un recuerdo tan vívido y tan visceral de haber cruzado un puente peatonal junto a un paso de ferrocarril similar en lo alto del Canal Erie en Lockport, N.Y. cuando tenía entre 12 y 14 años, que vi la posibilidad de una novela. Sería You Must Re member This, ambientada en una ciudad mítica en el norte del estado de Nueva York muy parecida a la original.

 

Pero muchas veces sucede lo contrario: estoy corriendo en un lugar que me resulta tan fascinante, entre casas o partes traseras de casas, tan misteriosas que me siento predestinada a escribir sobre estas visiones, a darles vida (como se dice) en la ficción. Soy una escritora absolutamente deslumbrada por los lugares; gran parte de mi escritura es una forma de saciar la nostalgia, y los ambientes que habitan mis personajes son para mí tan cruciales como los personajes mismos. No podría escribir ni siquiera un cuento sin ver vívidamente lo que ven sus personajes.

 

Las historias nos vienen como fantasmas que necesitan encarnaciones precisas. Correr parece darme, teóricamente, una conciencia más amplia en la que puedo ver lo que estoy escribiendo como una película o un sueño. Rara vez invento sentada a la máquina de escribir, lo que hago es recordar lo que experimenté. No uso computadora, escribo a mano durante bastante horas (una vez más, ya sé: los escritores somos locos).

 

Para cuando llega el momento de tipear formalmente mi escritura, la he revisado muchísimas veces. Nunca pensé en la escritura como una mera disposición de las palabras en la página sino como el intento de dar cuerpo a una visión: un complejo de emociones, de experiencia desnuda.

 

El esfuerzo del arte memorable es despertar en el lector o espectador emociones que correspondan a ese esfuerzo. Correr es una meditación: en forma más práctica, me permite recorrer con los ojos de mi mente las páginas que acabo de escribir, haciendo una lectura de galeras para buscar errores y mejoras.

 

Mi método es de reescritura constante. Mientras escribo una novela larga, todos los días vuelvo a partes anteriores para reescribir y mantener así una voz coherente y fluida. Cuando escribo los dos o tres últimos capítulos de una novela, los escribo al mismo tiempo que reescribo el inicio, para que, por lo menos idealmente, cada pasaje coincida con todos los demás. Mi novela más reciente es un manuscrito de 1.200 páginas, lo cual significa más páginas tipeadas y ¡no me atrevo a imaginar cuántos kilómetros corridos! Los sueños pueden ser viajes temporarios a la locura que, por alguna ley de la neurofisiología, misteriosa para nosotros, nos mantienen alejados de la locura verdadera. Así, también, las actividades gemelas de correr y escribir mantienen al escritor razonablemente sano y con la esperanza, aunque sea ilusoria y temporaria, de tener todo bajo control.

 

The New York Times y Clarín, 1999. Traducción de Cristina Sardoy.

 

 

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¿La soledad es ausencia de lo solidario como se plantea en el escrito de abajo?  ¿Cuál ha sido tu experiencia de la soledad en Ocaña? ¿En otras ciudades que hayas visitado o vivido?

 

Y cuando la soledad es una elección y no es desconexión sino conexión desde el cosmos con tu espíritu, la pregunta es: ¿Ocaña tiene lugares para estar solos? ¿Donde están esos lugares? 

 

Antes de salir a caminar leamos este escrito.

 

 

Carlos Monsiváis transita veloz por Caracas

 

Pablo Villamizar

 

 

-¿Qué significa vivir en una ciudad de América Latina?

 

-Tener acceso a todas las oportunidades culturales que otras generaciones no tuvieron. Significa estar al tanto de las aportaciones de la tecnología. Significa ser protagónico frente a la televisión, y extraer de allí la calle, la atmósfera urbana y la vida vecinal que no se puede obtener de otra manera.

 

-¿Y en esas calles o avenidas cabe la soledad?

 

-Es lo que realmente cabría, pero nuestras ciudades son el método masivo para frustrar la soledad. La mayor parte de las veces sin éxito. No sólo se está en soledad dentro de la multitud. Se está solo dentro de la familia, en el metro, en la búsqueda de empleos y en la promoción de los propios méritos. La soledad entendida como la desvinculación de lo solidario es lo más propio de las ciudades latinoamericanas.

 

-En su libro,  “Aires de Familia”,  explica que el caos de las urbes atrae a los narradores.

 

Aunque señala que "nunca se aprovechará debidamente el caudal literario que la ciudad contiene; nunca se desgastarán las obsesiones que la ciudad  autoriza". ¿Es así?

 

-Porque la ciudad es la suma de todas las fantasías, realidades e incursiones en el imaginario colectivo, y es algo más. No es simplemente la acumulación mecánica, sino la transformación de todo esto en un vértigo que va entregando las ilusiones o alicientes que las personas necesitan, imaginan o consiguen. Pensar que uno, como escritor, puede agotar la temática de una gran ciudad es soñar con lo imposible.

 

-¿Dónde queda la belleza de la arquitectura?

 

-El problema es cómo hacer para que, en la prisa del día a día, la gente se detenga y se dé cuenta de lo que significa esa belleza. El mayor enemigo de la estética urbana ya no es la ignorancia, sino la prisa. Uno asimila lo que puede, pero estamos hablando de una estética hecha de vistazos y no fruto de la contemplación amorosa. En los museos instantáneos, que va creando la ciudad, el espectador está normado por la rapidez.

 

-¿Y para qué es más propicia cualquiera de nuestras ciudades: para nacer o

para morir?

 

-Para nacer porque en ellas nacen millones de hombres y mujeres. Pero también para morir, aunque muy pocos se den cuenta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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